En demasiadas ocasiones dejamos que sean otros los que deciden el cariz emocional o valorativo que debemos dar a los sucesos. Eso al menos suelo sentir yo cuando me descubro alarmado por la situación social de un país y llego a la conclusión de que no soy más que una oveja que bala ante lo que los medios de comunicación o la coyuntura política del momento dicta que es el mejor pienso a ser devorado. Por ello resulta especialmente emotivo descubrir de primera mano que hay conflictos que conocemos pero que nos han sido relatados de tal manera que consideramos menores, latentes, apagados, menos fieros en sus maneras que muchos otros.
Si preguntara sobre cuáles son los principales conflictos que asolan el mundo, la mayoría pensaría en África y Oriente Medio. Esto puede ser cierto pero sin entrar en esas clasificaciones absurdas de quien es más en el mapa del terror, resulta interesante torcer la mirada hacia América Latina, a Colombia en particular, para enfocar la atención en uno de esos lugares que está haciendo historia en este preciso instante… o eso al menos parece.
La historia del conflicto colombiano es desmesurada, es una historia tremenda que a Europa ha llegado a retazos, cargada de tópicos y que muy poco se acerca a explicar de la verdadera dimensión de lo que han supuesto estos más de sesenta años de miedo.
Con el Centro pretendemos apoyar la opción de la institución educativa por ofrecer un espacio de intervención con y para la sociedad, apoyar en la sanación psicológica de quienes han sufrido y dar claves sobre a qué se debe apostar en el post-conflicto.
El conflicto del que hablamos es una de esas realidades que se enraízan y entremezclan tanto en la historia y en la cotidianeidad de la vida del país, que resulta difícil relatar de forma esquemática. Es un conflicto de muchos bandos, de colores políticos, de legiones de guerrilleros, de agonistas y antagonistas en modelos de gestión del poder, de la economía y de los derechos fundamentales; pero sobretodo, como me decían algunos de sus actores, es un conflicto que golpea por encima de todo a los pobres.
A los pobres en la concepción más pura de su significado, a los que nada tienen, a los que menos oportunidades se les han dado para decidir, a los que se les dicta los dóndes, los cómos y los porqués de sus vidas. A aquellos que se les niega el derecho incluso a mandar sobre sus propios designios y que viven o sobreviven a expensas de lo que quienes verdaderamente mandan decidan desde la lejanía de sus despachos.
Muy pocas veces los conflictos se pueden explicar por buenos y malos y en este caso tratar de identificar a las víctimas nos lleva casi a universalizar la categoría. Colombia y sus gentes son víctimas y lo han sido durante demasiados años de una práctica de generar miedo. Cada uno tiene su propia historia de abandono del hogar a medianoche huyendo de la última amenaza.
Historias de seres queridos siendo asesinados frente a uno, de violencia sexual, de extorsión económica, de dictaduras de silencios. Pocos permanecen puros ante esa violencia.
En una de las actividades del proyecto en la que tratamos de rescatar el imaginario del conflicto entre la gente joven, las profesoras del CESMAG les preguntaban a los niños por “reclutamiento forzoso”, “cultivos ilegales”, “actos de guerra”, etc. Yo cerraba los ojos y pensaba en qué habrían contestado alguno de los alumnos de 10-11 años de los colegios de Capuchinos en España. Qué terrible es que en el léxico habitual que explica la realidad que nos rodea haya espacio para esas palabras.
Colombia se acerca, según parece, a un escenario posible de cese del conflicto. Al menos las noticias que llegan de la mesa de negociación de la Habana dicen que en marzo de 2016 se podría firmar el acuerdo de paz. Las críticas al proceso son muchas, las que ya se hacen y las que se podrían hacer. Pero el papel principal lo está jugando la esperanza, una esperanza contenida, llena de recelos e incertidumbres, pero al fin y al cabo esperanza. De color verde, que coincidencia, como Nariño, donde el verde es de todos los colores.
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